Un cuento de hadas
Los niños llegaron corriendo, revolviendo y ensuciándolo todo, como siempre. De repente los gemelos se abalanzaron sobre su melena rojiza tirando con fuerza de ella. Esa fue la gota que derramó el vaso. Estaba harta de hacerse cargo de esa tribu de chiquillos maleducados, de cocinar para todos, de zurcir hoyos, de levantar ropa sucia de la mañana a la noche, de curar raspones y heridas, de dormir sola y no verle nunca. Le había engañado miserablemente, no cabía duda. Pensar que le había creido todas esas fantasías estúpidas que le había contado. Había sido una idiota que le entregó los mejores años de su vida a cambio de una noche que la hizo tocar el cielo. Claro, era poco más que una chiquilla, crédula como la que más, y él un macarra encantador.El cuento de hadas se había desvanecido en poco tiempo, dejandole metida en ese inmundo agujero al que llamaba hogar. Y mientras ella trataba de educar a todos esos mocosos insufribles, él se la pasaba divirtiéndose con la rubia aquella de las falditas cortas y la morena de trenzas negras. De no ser por el capitán, ese caballero de cabello negro, modales suaves y figura elegante, jamás habría descubierto al tramposo. ¿Así que le gustaba jugar sucio?¡Pues se iba a enterar de lo que era una cornamenta bien puesta!
Atravezó la marabunta de chiquillos y salió dando un portazo. Se dirigió resuelta hacia el malecón, saludo al Sr. Smith y se introdujo sonriente en el camarote del Capitán Garfio.